Medicarse o morir
Hace unos cuantos días, caí enfermo. No pienso escribir un diario o una bitácora, pero ciertamente pretendo mencionar ciertos puntos que me han llamado la atención a propósito de lo que voy a contar.
Todo comenzó el jueves 25 de junio. Comencé a sentir un malestar en la garganta que no me era desconocido, pues en otras ocasiones ya había enfermado de la garganta. Fui ese mismo día por la tarde al médico, una señora regordeta y bonachona que me revisó y me dijo que hacía muy bien en correr por las mañanas y que lo que tenía no era muy grave. Me recetó un antibiótico: Amoxicilina con ácido clavulánico para matar al maldito bicho y Nimesulida para evitar las molestias y combatir la inflamación de la garganta y los oídos que ya me atormentaban. En ese mismo momento me compré ambos medicamentos, sólo que no encontré la amoxicilina combinada con el ácido aquel.
En fin, sólo encontré la amoxicilina y comencé a tomarla. El fin de semana, Bella y yo fuimos a Toluca porque se casó su mejor amiga y yo no mejoraba. El clima de aquella ciudad no ayudó y sospecho que el medicamento apenas me mantuvo a flote. Al volver a la ciudad el domingo, fui inmediatamente al médico. Me revisó y dijo que me había vuelto resistente a la amoxicilina, por lo que me recetó unas inyecciones además del tratamiento de la amoxicilina y el ácido… No compré las inyecciones y continué con el tratamiento original porque no quería seguir contaminando mi cuerpo. Un amigo me recomendó y hasta me compró otro antibiótico que se considera más potente: Azitromicina. Pero, igualmente, no quise tomarlo por temor a intoxicarme o algo peor. Mi amigo Guillermo, quien es un estudiante con porvenir brillante en la medicina, me recomendó tomar otras pastillas y no interrumpir el tratamiento de la amoxicilina.
Finalmente, el jueves 2 de julio, una semana después de que empezó todo, seguía con dolor de garganta, tos, constipación y demás síntomas que evidenciaban mi malestar. Para colmo, el viernes tuve que ir a mi trabajo en Cuajimalpa y el clima no me favoreció. Ese mismo día, por la noche, volví al médico, quien me recetó otro antibiótico; esta vez fue: Cefalexina con Bromhexina. Tomé ese medicamento hasta el día viernes 10 de julio y aún no me encuentro del todo bien. Sin embargo, el bicho que me atacó parece haber sucumbido y sólo queda la molestia en la garganta.
Entre esos tratamientos, no sólo consumí los antibióticos sino una cantidad innumerable de remedios caseros: té, limón en agua, miles de litros de agua al día, jugos de naranja, jarabes de propóleo, Broncolín, Vic Vaporub, etc. Finalmente, ahora estoy tomando un té con gotitas de propóleo y echinacea que, dicho sea de paso, saben horribles.
La moraleja de todo esto es que enfermarse hoy en día, requiere una enorme fe hacia el médico. Unos dicen una cosa y envían un tratamiento según ello; otros dicen otra cosa y lo mismo, indican su procedimiento. Entretanto, uno fluctúa en la incertidumbre y la desesperación: no hay peor sensación que sentir que uno ha tomado todo y la enfermedad perdura. En todo caso, soy muy consciente de la cantidad de medicamentos que he tomado y de lo benévolo que ha sido mi organismo por no ponerse peor.
Pero, de cualquier modo, queda la incertidumbre de si lo que nos receta el médico será lo mejor, de si los tes en verdad servirán o si somos uno de esos pacientes a los que nos “honran” con el título de enfermos anómalos; no cabe duda, en lo único que hay que ser mediocres es en la enfermedad para poder ser curados como todos los demás.
Las enfermedades son cada vez más extrañas. La batalla que uno libra, acompañado del médico, es interior y microscópica; el enemigo no se ve pero lo siente uno dentro: duermes con él, vives con él. Los medicamentos parecen soldados pequeñísimos dispuestos a curar y, sin embargo, son capaces de generar mucho daño, también. La medicina, hoy en día, deja a los pacientes perplejos. Uno va al médico con la fe de que lo curará. Pero cuando el tratamiento fracasa y uno va con uno y otro y otro médico, persiste la sensación de que algo muy raro está sucediendo en el interior.
¿A quién hacerle caso? ¿A quién acudir cuando se está enfermo? ¿Qué tomar? Lo cierto es que, entre tanto ajetreo, no queda más que medicarse (sea del tipo que sea el medicamento –natural o químico–) o dejarse sucumbir por la enfermedad.
Todo comenzó el jueves 25 de junio. Comencé a sentir un malestar en la garganta que no me era desconocido, pues en otras ocasiones ya había enfermado de la garganta. Fui ese mismo día por la tarde al médico, una señora regordeta y bonachona que me revisó y me dijo que hacía muy bien en correr por las mañanas y que lo que tenía no era muy grave. Me recetó un antibiótico: Amoxicilina con ácido clavulánico para matar al maldito bicho y Nimesulida para evitar las molestias y combatir la inflamación de la garganta y los oídos que ya me atormentaban. En ese mismo momento me compré ambos medicamentos, sólo que no encontré la amoxicilina combinada con el ácido aquel.
En fin, sólo encontré la amoxicilina y comencé a tomarla. El fin de semana, Bella y yo fuimos a Toluca porque se casó su mejor amiga y yo no mejoraba. El clima de aquella ciudad no ayudó y sospecho que el medicamento apenas me mantuvo a flote. Al volver a la ciudad el domingo, fui inmediatamente al médico. Me revisó y dijo que me había vuelto resistente a la amoxicilina, por lo que me recetó unas inyecciones además del tratamiento de la amoxicilina y el ácido… No compré las inyecciones y continué con el tratamiento original porque no quería seguir contaminando mi cuerpo. Un amigo me recomendó y hasta me compró otro antibiótico que se considera más potente: Azitromicina. Pero, igualmente, no quise tomarlo por temor a intoxicarme o algo peor. Mi amigo Guillermo, quien es un estudiante con porvenir brillante en la medicina, me recomendó tomar otras pastillas y no interrumpir el tratamiento de la amoxicilina.
Finalmente, el jueves 2 de julio, una semana después de que empezó todo, seguía con dolor de garganta, tos, constipación y demás síntomas que evidenciaban mi malestar. Para colmo, el viernes tuve que ir a mi trabajo en Cuajimalpa y el clima no me favoreció. Ese mismo día, por la noche, volví al médico, quien me recetó otro antibiótico; esta vez fue: Cefalexina con Bromhexina. Tomé ese medicamento hasta el día viernes 10 de julio y aún no me encuentro del todo bien. Sin embargo, el bicho que me atacó parece haber sucumbido y sólo queda la molestia en la garganta.
Entre esos tratamientos, no sólo consumí los antibióticos sino una cantidad innumerable de remedios caseros: té, limón en agua, miles de litros de agua al día, jugos de naranja, jarabes de propóleo, Broncolín, Vic Vaporub, etc. Finalmente, ahora estoy tomando un té con gotitas de propóleo y echinacea que, dicho sea de paso, saben horribles.
La moraleja de todo esto es que enfermarse hoy en día, requiere una enorme fe hacia el médico. Unos dicen una cosa y envían un tratamiento según ello; otros dicen otra cosa y lo mismo, indican su procedimiento. Entretanto, uno fluctúa en la incertidumbre y la desesperación: no hay peor sensación que sentir que uno ha tomado todo y la enfermedad perdura. En todo caso, soy muy consciente de la cantidad de medicamentos que he tomado y de lo benévolo que ha sido mi organismo por no ponerse peor.
Pero, de cualquier modo, queda la incertidumbre de si lo que nos receta el médico será lo mejor, de si los tes en verdad servirán o si somos uno de esos pacientes a los que nos “honran” con el título de enfermos anómalos; no cabe duda, en lo único que hay que ser mediocres es en la enfermedad para poder ser curados como todos los demás.
Las enfermedades son cada vez más extrañas. La batalla que uno libra, acompañado del médico, es interior y microscópica; el enemigo no se ve pero lo siente uno dentro: duermes con él, vives con él. Los medicamentos parecen soldados pequeñísimos dispuestos a curar y, sin embargo, son capaces de generar mucho daño, también. La medicina, hoy en día, deja a los pacientes perplejos. Uno va al médico con la fe de que lo curará. Pero cuando el tratamiento fracasa y uno va con uno y otro y otro médico, persiste la sensación de que algo muy raro está sucediendo en el interior.
¿A quién hacerle caso? ¿A quién acudir cuando se está enfermo? ¿Qué tomar? Lo cierto es que, entre tanto ajetreo, no queda más que medicarse (sea del tipo que sea el medicamento –natural o químico–) o dejarse sucumbir por la enfermedad.
Comentarios
Para la primera ocasión, se me prescribió Cefalexina. Francamente, no sentí ningún cambio a lo largo de la primera semana del tratamiento. Reposando, con el paso de los días, me fui aliviando progresivamente.
La segunda ocasión fue más agresiva; a tal grado que me dejó tumbado en cama durante 4 o 5 días. Para esta ocasión no ingerí nada más que unas gotas naturistas (concentrado de Toronja, ingerida oralmente) que me recomendó una amiga de Colima, las cuales no sirvieron sino para mover mi malestar de la garganta a la nariz. Después de tres días del tratamiento naturista sólo me quedó una nariz congestionada, que me alivió un Otorrino "aspirando" de ella toda la mucosidad, aunque bien, al despedirme, me prescribió 5 distintas medicinas que sigo tomando hasta el momento de escribirte estas líneas. Saludos.
Sin duda que esto de las enfermedades y los medicamentos, a uno no le queda más que la esperanza en que un día todo pasará.
Mis malestares ahora son por las muelas y los tratamientos que el dentista me procura, pero sin duda que es desesperante.
Que te recuperes pronto.
Asimismo comprendo tu reflexión mi estimado charles, uno no sabe a quien creerle y cuales son las razones para hacerlo (ahh ese síntoma filosófico del preguntarse que no se quita con ninguna medicina o remedio); por otra parte, además de los remedios caseros, y la medicina alopata está la nueva ola de medicinas alternativas/homeopáticas a las que confieso recurrir constantemente y que de vez en vez funcionan bien pues soy alérgico a la penicilina desde niño y eso complica mas las cosas...
en fin, eso me hace pensar que si varios proyectos de la modernidad han decaído, la medicina parece resistir y sin embargo nos seguimos enfermando, en fin, a veces pienso que todo es hipocondría o somatización (con eso que el stress ya es enfermedad) de cualquier modo yo sólo aspiro a curarme, aunque sea a base de placebos y chochitos...
saludos hipoalergénicos y desinfectados