Lo posible aunque difícil. Sobre el 19 de septiembre
Desde 1985, en la ciudad de
México, cada 19 de septiembre era una fecha que traía consigo el recuerdo de
una catástrofe. Aquel fatídico día ocurrió un terremoto que sacudió la
cotidianidad de los citadinos. Muchos edificios de la zona del centro de la
ciudad se cayeron y, por esa misma razón, hubo una enorme cantidad de muertes y
otro tanto, o más, de heridos. Fue una tragedia envuelta en polvo y aroma a
muerte. Sin embargo, en aquella desgracia también floreció la solidaridad: la
valentía de hombres y mujeres que tomaron pico y pala, cascos y botas para quitar
escombros, abrir resquicios y salvar a quienes hubiesen quedado atrapados entre
las ruinas. Hubo, además del infortunio, esperanza.
Desde aquel 19 de septiembre
de 1985, y durante treinta y dos años, se conmemoraba aquella tragedia mediante
el ejercicio de un simulacro colectivo, con el ánimo de fomentar la cultura de
la prevención, de la cautela y de la reacción ante el riesgo de una catástrofe
como la vivida en dicha fecha. Por desgracia, con el caminar de los años, la
intención de tomar con seriedad esa práctica fue perdiendo vigor y la actividad
del simulacro se fue tomando más a la ligera, acaso por la falta de
experiencia, por el olvido de la misma o, simplemente, por desidia.
Como una broma del destino
—una suerte de ironía cósmica— el 19 de septiembre de 2017 volvió a darse un
terremoto en la Ciudad de México. Algunos edificios se cayeron en la zona del
centro y del sur de la ciudad, dejando, al menos, dos centenares de muertos y a
miles de afectados. Si bien la desgracia, al menos estadísticamente, fue menor
que en el año 1985 (pobre consuelo, dicho sea de paso), no dejó de ser trágica,
perturbadora, abrumadora, traumática y desgarradora. A pesar de la zozobra, también
en esta ocasión floreció la solidaridad y el cuidado de los unos por los otros,
así como la urgente necesidad de encontrar mecanismos para ayudar a los
damnificados. Hubo brigadas, llamadas a la acción, uso de la tecnología al
servicio de la necesidad y, por supuesto, empeño por salir adelante de la
situación adversa. Los estragos, empero, no han terminado. Pero, por lo menos,
un mínimo de sosiego se ha encontrado.
Tras el nuevo sismo del 19 de
septiembre se tornó realidad uno de los máximos temores: el impetuoso
movimiento de la tierra que nos sacude al punto de quebrar, no sólo nuestras
construcciones, sino —y principalmente— también nuestra habitualidad, nuestra
familiaridad de la vida fáctica, cotidiana. El sismo vulneró esa cotidianidad
que solemos creer estable por persistente. Queda para muchos, es cierto, el
temor al temblor; pero también es necesario recordar que no es viable
permanecer en el miedo y acaso nos convenga asumir, como recomiendan los
estoicos, el inevitable hecho de que la tierra se mueve y, con ella, todas
nuestras construcciones, físicas y anímicas.
Quizá sea útil construir, a
partir de este derrumbe y entre otras cosas, una nueva convicción: que la
solidez no es eterna, que el derrumbe es posible, pero también lo es la reconstrucción, el resurgimiento, la renovación. En suma, quizá convenga
reconocer que, a pesar del anhelo por evitar la catástrofe, lo mejor es empeñar
esfuerzos en superarla si ésta acontece. Podrá reprochárseme, con razón, que ello
se dice fácil, pero hacerlo es difícil. Lo cual es verdad. Pero creo que vale
más buscar lo posible, aunque complicado, que lo imposible, aunque parezca
viable.
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