Reivindicar el interior en tiempos del sinsentido del mundo
El mundo está presentando
cambios interesantes. En plena época en la cual, según algunos ideólogos, ya no
creemos en la historia, en los grandes personajes y en cambios mayúsculos que
aturden al mundo, resulta que están ocurriendo movimientos que alteran
instituciones y naciones enteras.
Basta observar cómo el mundo
entero ha centrado su atención en fenómenos de suma relevancia, como la
renuncia al pontificado de Joseph Ratzinger y la reciente muerte de Hugo
Chávez. Aunado a lo anterior, los años previos no han pasado desapercibidos y
dejan ver situaciones que han inquietado al globo entero, como el levantamiento
de diversas juventudes en Medio Oriente, la debacle económica de la Unión
Europea y Estados Unidos, la revolución cibernética de Wikileaks y Anonymous, la
enfermedad tremenda de Fidel Castro y la llegada de Barak Obama a la
presidencia norteamericana.
Todos los eventos referidos
son una clara muestra de que siguen habiendo fenómenos que consideramos
“mundiales” y cuya repercusión tiene una injerencia fundamental en la
existencia cotidiana de los individuos. De ahí que haya que cuestionar esa idea
de un “fin de la historia.” En realidad, la historia nos sigue sorprendiendo y
aun estremeciendo. “¿Qué sigue ahora?”, nos preguntamos. Los grandes eventos
mundiales suscitan invariablemente una pérdida de horizonte y la desazón que
implica la incertidumbre y la falta de sentido o rumbo de la civilización
mundial, sumerge en la angustia a los habitantes de las diversas urbes. ¿Qué
sigue después de Obama y de la crisis financiera de estos primeros veinte años
del siglo que corre? ¿Qué sigue tras la ausencia de Castro en Cuba y la muerte
de Chávez? ¿Qué sigue después de que el Papa renuncia a su puesto y tambalea la
fe católica en pleno siglo de violencia? ¿Qué sigue después de que Wikileaks ha mostrado el camino para
detonar sistemas enteros de gobierno o de economía?
Con tantos cambios que
ocurren en tan cortos plazos, la asimilación de lo que pueda seguir hacia el
futuro de la civilización mundial deviene misterio. No sabemos qué esperar, a
ciencia cierta, porque tampoco tenemos referencias del pasado que permitan
comprender el desenvolvimiento mismo de estos tiempos.
Acaso lo que quede sea
apostar de nueva cuenta por el pensar; por detenernos a reflexionar en torno al
sentido de la propia existencia. En torno al sentido de lo social y lo
político. En torno a las teorías y sistemas que nos han colocado en la
situación actual. Quizá sea urgente, más que nunca, detenernos a entender lo
que ha pasado para encauzar de otro modo la manera de ser de cada uno de
nosotros. Que no se olvide que, a pesar de los grandes sistemas, estos no son
nada sin los hombres concretos.
Así pues, los individuos en
su concreción son quienes pueden cambiar las cosas, encontrar un sentido y
restablecer una cierta ecuanimidad y serenidad. No son los dioses, como pensara
Heidegger, quienes podrán salvarnos. Es el hombre mismo, aprendiendo a esgrimir
su logos de otro modo; aprendiendo a
gobernar su ethos para, después,
transformar su mundo. Ningún dios tiene suficiente poder para que el hombre
despierte y tome las riendas de su existencia, particular y colectiva.
Lo que resta, pues, es
detenerse a pensar. La acción más importante ahora, no es emprender actividades
para contrarrestar el caos que hemos generado. La acción fundamental ahora es
volcarnos sobre nosotros mismos, dominar las pasiones alteradas por el sistema
capitalista y consumista, y ser dueño de uno mismo. En suma, lo fundamental es
aprender a vivir a pesar de las ofertas de todo tipo, con la conciencia clara
de que no todo lo hay es necesario. La salvación de la humanidad, si es que
cabe hablar en estos términos, está dentro de cada individuo. Por tanto, ningún
sistema, ni ninguna política, ni ningún dios podrán salvarnos hasta que no
optemos por dominarnos a nosotros mismos.
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