La insalubre filosofía



Es curioso que dentro de los ámbitos "serios"de la filosofía, principalmente académicos, la salud sea un tema prácticamente olvidado. Acaso algunos roces de la bioética con la medicina sean lo más próximo a tratar ese tema, pero siempre desde una dimensión abstracta, siempre general y, por consiguiente, poco cercana al sentir concreto del hombre. Por otra parte, algunas modas recientes de filósofos (principalmente franceses) enfatizan un renovado interés por estudiar el cuerpo, pues lo consideran el nuevo centro desde el cual el ser humano se explica, rechazando afanosamente la racionalidad como distinción cualitativa del hombre respecto de cualquier otra creatura. Sin embargo, a pesar de tales estudios, la salud no es tema central de la filosofía.


Y a pesar de esto, hay muchos pensadores contemporáneos que denuncian abiertamente que la sociedad está enferma. Los intelectuales se la pasan emitiendo diagnósticos sobre la enfermiza situación de la sociedad, del planeta y hasta del hombre concreto, pero no enuncian cuál es el estado saludable al que se tiene que regresar para "estar bien". Acaso el exceso de crítica sea, en los intelectuales, un síntoma más de la sociedad enferma a la cual ellos también pertenecen.


La salud es un tema público del cual poco sabe el público. Se asume, en general, que no sentirse mal es estar saludable. Diríase que la ausencia de dolor es lo que hace que todos crean que se está en la salud. Esto último es interesante. Se dice que uno está saludable, es decir, se halla en una situación en la cual todo se siente normal, no hay variaciones de un día a otro que interfieran con la rutina diaria. "Sentirse normal" es, a su vez, no sentir nada doloroso en extremo (pues, en efecto, puede doler el estómago o la cabeza, pero en la sociedad actual eso también se considera "normal"). El dolor, sin embargo, aviene de forma imprevista cuando el cuerpo no funciona según su propia naturaleza, cayendo en un desorden que irremediablemente se siente de forma desagradable. Desde luego, cuanto más deje de funcionar el cuerpo según la naturaleza, más doloroso será el padecimiento. Ante esto, la medicina occidental, que tanto se ufana de sus notables progresos para hacer que la gente viva más aunque parezca un esqueleto viviente, asume que es a partir de la biología y la química que el cuerpo puede ser reestablecido cuando los síntomas indican una anomalía. En este sentido, la medicina regula, es decir, normaliza las partes del cuerpo que no funcionen bien para devolver la estabilidad al paciente. Pero dado que éste habita en una sociedad enferma, la estabilidad de su cuerpo se deteriorará pronto, por lo cual ameritará volver al médico y quizá, lamentablemente, con una afección más grave. Por ello, hoy día no estar enfermos no implica estar saludables, sino simplemente mantener una cierta resistencia a los venenos que la sociedad impone. Por lo mismo, tampoco podría decirse que la medicina cura realmente; lo que hace -y con mucha precisión- es reparar los daños, disminuírlos, ocultarlos, menguarlos y hasta extirparlos, pero nunca con la garantía de que nunca vuelvan. La medicina no cura, repara.


La cura está en el cuidado que cada uno de los individuos tiene para sí. Por tanto, la auténtica salud depende de los hábitos y las costumbres, así como de la convicción que se tenga para sortear lo que la sociedad consumista ofrece. La salud depende de saber guardarse de los miles de alimentos (todos chatarra, por cierto) que uno consume; en aprender a dormir para que el cuerpo se recupere; en procurarse ejercicio para fortalecerse. En suma, la salud es una cuestión ética, donde la reflexión entorno al propio modo de ser (que es lo que los griegos denominaban ethos) sea la que libere de la enfermedad que los medios de comunicación y el consumismo propician. Es la ética la que piensa e implementa el cuidado de uno mismo: la salud, entonces, es una cuestión filosófica y práctica. Y, sin embargo, la filosofía la ha olvidado.


Recientemente he caído enfermo muy amenudo. Las circunstancias han sido abrumadoras y algunos de mis padecimiento fueron muy alarmantes. Busqué consuelo en la filosofía, pero, evidentemente, la pura reflexión no sirve para curarse (más todavía, no sirve para la vida). La reflexión es útil cuando la vida se pliega a ella, cuando la realiza y, literalmente, le da un sentido, una dirección. Me percaté después de que la filosofía contemporánea se niega a dejar la academia y, en ella, su palabra es esteril porque, reitero, no ofrece vida. El academicismo filosófico no se preocupa por concretarse en la vida misma, a pesar de que hable sobre ella: es como hablar de un paraíso, embelezarse con la idea y no preocuparse y procurar vivirlo. Y, sin embargo, hay grandes filósofos que pensaron que la vida era más importante que la teoría más perfectamente elaborada (Sócrates, Platón, los Estoicos, los Epicúreos, Kant, Nicol, Unamuno sólo por poner algunos ejemplos). Como he dicho antes en este mismo espacio, es mejor vivir una vida con el pensamiento, que reducir la vida a pensar. En definitiva, lo primero es más saludable.

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