El filósofo: entre enseñar y aprender

A esta clase de personas debe hacérseles ver lo que es esta materia en su totalidad, cuántas dificultades conlleva y cuánto esfuerzo requiere. En efecto, si el que oye esto es un filósofo nato, digno de esta materia por estar tocado por la divinidad, considerará maravilloso el camino descrito que ha de emprenderlo de inmediato y que no ha de vivir obrando de otro modo [...]. Con esos pensamientos vive y se rige un hombre semejante, y aunque suela dedicarse a otra cosa, en toda cuestión se mantiene siempre aferrado a la filosofía [...]

Platón

Muchas veces surge, cuando alguien se dedica a la enseñanza institucional de la “ciencia primera”, la reflexión en torno a si en verdad lo que se imparte es filosofía. En varias ocasiones, la duda acerca de ello acontece con una radicalidad tal, que hace volver la vista al añejo problema de la congruencia entre lo que se dice que se hace y lo que, de hecho, se lleva a cabo. ¿Es realmente un filósofo el individuo que da clases de filosofía? ¿Lo hace un filósofo el hecho de tener un título que lo acredita como tal? ¿Lo que enseña lo lleva a la práctica? Estas preguntas, por supuesto, no pretenden ser resueltas mediante las siguientes palabras, pero intentan, en todo caso, abundar un poco más en el problema de la relación entre el magisterio y la filosofía.

Platón indica en su Carta VII [1]que la filosofía es un ejercicio arduo cuyo recorrido sólo puede ser disfrutado por quien tiene un alma dispuesta naturalmente a entregarse a ella. Andar por los caminos de la “ciencia primera” supone, efectivamente, dificultades y esfuerzos tremendos. En primer lugar, quien es llamado por la filosofía, debe aceptar el hecho de volverse, literalmente, anormal. Es decir, se advierte el hecho de que la visión que otorga la filosofía no es común ni corriente, sino peculiar debido a que está motivada por la sospecha y la consiguiente crítica, así como por la no-aceptación de lo que comúnmente se acepta. La filosofía, por tanto, hace diferente al filósofo porque cuestiona lo “normal”; ese sujeto se detiene a mirar con cautela y su renuencia a seguir la corriente, la mayor de las veces, lo hace molesto ante la comunidad. Pero ser diferente no es ser mejor ni peor. Ser consciente de la situación no es ser superior a los que están en ella: sospechar de lo común no saca al filósofo de la comunidad, pues parte de ella para mirarla con vista propia. En todo caso, el oficio del filósofo –sea cual sea el método al que se apegue– implica una actitud prudente que consiste en detenerse a contemplar lo inmediato con ojos de profundidad, es decir, sin asumir que lo que ocurre alrededor es lo único cierto ni que no se requiere ninguna reflexión. Además, una vez que ha contemplado “algo más” en lo común, el filósofo es capaz de volver a dudar de ello y mirar cautelosamente de nuevo.

La cuestión de fondo de este ejercicio no consiste sólo en contemplar la situación en la que el filósofo se halla inmerso, sino en el hecho de poner en duda lo visto con atención. Ser capaces de reconocer que lo descubierto después de un análisis profundo de la propia circunstancia puede no ser cierto y, a partir de ello, indagar de nuevo, es la actividad más sensata del hombre porque lo vuelve cauteloso y prudente. Esto último es relevante, porque ayuda a que el ser humano se acerque, literalmente, de manera más íntima a lo que le rodea: comprender no es tomar distancia de lo comprendido, sino compenetrarse en ello. La actitud de un filósofo, entonces, se acerca más a una cuestión ética, lo cual conlleva una actitud práctica en relación con su entorno, pero que no incurre en una mediatización de éste. Observar, entender, explicar y expresar lo otro es una actitud más sincera que el uso abusivo de la alteridad. Lo cierto, sin embargo, es que en un mundo tan caótico y pragmático como el actual, la prudencia y sinceridad son prácticamente imposibles: detenerse a pensar no sólo es inútil, sino extraño (dicen los pragmáticos). Así, la filosofía ante los pragmáticos es una actividad ajena, inusual y, desde luego, anormal.

Ahora bien, el tiempo presente hace patente el hecho de que un filósofo es un profesional. Su profesión, además, es eminentemente académica. Es en la academia (que, por supuesto, dista mucho de la creada por el ateniense de las espaldas anchas) donde la filosofía ha encontrado un refugio para poder seguir su labor crítica. Por otra parte, la academia de los tiempos actuales no puede ser ajena al sistema económico que permea prácticamente todo; esto quiere decir que requiere de dinero para poder continuar su labor. El asunto implica, por consiguiente, que la academia no es puro “saber por saber” o puro “amor al arte”, sino que es una especie de inversión de la cual se espera obtener una ganancia. En este sentido, la academia es una instancia del sistema económico y político imperante; por esta razón, la academia es una institución. En tanto que inversión, siendo académica la filosofía, no es de extrañar que también se esperen resultados de ella. En este punto se ve claramente la aporía, pues, por un lado se exigen resultados de la actividad académica filosófica pero, por otro, la filosofía genera nuevas dudas o preguntas, o sea, problemas. En otras palabras, la filosofía da como resultado justo aquello que se le pide solucionar: problemas. Pero la institución académica requiere que la filosofía dé resultados que justifiquen la inversión de recursos (por mínimos que éstos sean) para continuar manteniendo tales estudios. Por consiguiente, la filosofía debe moderar más su actitud crítica en pos de otorgar soluciones útiles ante problemas concretos que atañen a la comunidad. A la institución no le basta con que el filósofo vea con mayor profundidad lo común, lo importante sería que la visión filosófica sea compartida, comprendida y efectiva por y para todos. En el fondo, la actividad académica de la filosofía es valiosa por la calidad de sus respuestas, no sólo de sus preguntas. Entonces, puede advertirse que la academia es por un lado, el refugio que da vida y posibilidad a la “ciencia primera” y, por otro, la restricción que impide a cualquiera tomar parte de las discusiones filosóficas.

La institución, por consiguiente, exige resultados que sean útiles a la sociedad. La sinceridad y prudencia de la que se ha hecho mención líneas arriba, no puede ofrecer eso, porque ello es una cuestión individual que no es posible transmitir mediante método alguno. Éste es el gozne de la enseñanza de la filosofía. En rigor, no se puede enseñar a otros a ser filósofos, porque los caminos de la “ciencia primera” se recorren individualmente, aunque no solitariamente pues, en efecto, el diálogo es algo que se comparte con alguien más. Pero es imposible enseñar un tipo de diálogo para que cualquiera lo pueda llevar a cabo. Y es que, a pesar de que puedan existir caminos que otros han recorrido, seguirlos no conduce más que a sus propios descubrimientos, es decir, recorriendo el mismo camino, sólo se llegaría al mismo sitio al que accedió el primer filósofo. Esto es claramente falso, pues la filosofía es la articulación de diversos senderos que han andado grandes pensadores. Dichos caminos –podría decirse– son los métodos que los filósofos han inventado. El diálogo consiste en conocer esos caminos y abrir nuevos; el diálogo es, en suma, el conocimiento de lo que los grandes pensadores de antaño han esbozado y, al mismo tiempo, la gestación del propio saber. En este sentido, lo que es posible llevar a cabo, acaso como una “enseñanza” filosófica, es el recorrido a través de los métodos que los filósofos han generado. Pero enseñar a generar nuevos caminos o a crear métodos propios, no es posible. En todo caso, como sostenía Platón en la Carta citada, sólo tras largos años de seguir uno o varios caminos constantemente, se abrirá, como una chispa diría Platón, la manera de llevar a cabo el propio camino del pensar.

La prudencia y sinceridad para acercarse a lo común, la calma y constancia para aprender los métodos (es decir, teorías, ideas, etc.) de otros filósofos que lo preceden a uno, la paciencia de conocer dichos caminos y de experimentar críticas a éstos; todo esto, en síntesis, sólo para poder volverse un filósofo, para aspirar al saber, no para tenerlo. ¡Ardua labor que puede extenderse durante la vida! Pero, quien ha sido evocado por la filosofía, no le parecerá vano este ejercicio cotidiano. Por esta razón, se dice que la filosofía es una forma de vida. Como se advierte, la obtención de títulos no produce filósofos. La filosofía acompaña toda la vida, en cada instante. Ahora bien, esto no demerita la labor académica. En sentido estricto, la academia es el punto donde la filosofía puede llevarse a cabo (con sus limitaciones, desde luego) como una actividad laboral en un mundo pragmático. El error consistiría en asumir que el academicismo es lo único que se entiende por filosofía. Se puede ser filósofo mientras se elabora un trabajo de fin de semestre, una tesis, un artículo o una ponencia; pero también se es filósofo yendo al cine, al teatro, mirando televisión, en el súper mercado o en una charla informal con los amigos. Se puede ser sistemático y riguroso de lo que se suele denominar “común y corriente”, así como se exige dentro de ciertos temas y jergas de la filosofía académica. La filosofía no sólo es para filósofos, en el sentido de que sólo entre colegas es posible el diálogo (cuando los colegas están dispuestos a dialogar, por supuesto). La filosofía no es sólo dominar a un autor, sino que, además de ello, consiste en transmitirlo a otros, para que conozcan ese camino que dicho autor representa. Por esta razón, es posible abrir la filosofía y, en este sentido, enseñarla, mostrarla. Tal como lo decía Eduardo Nicol parafraseando a Platón: “la filosofía es para el pueblo”. Sí, el pueblo puede ser ignorante, pero ello no hace a la filosofía algo cerrado a éste; por eso se puede aprender.

Pero aprender filosofía no es una obligación. La “ciencia primera” como otras actividades del hombre, no llama a todos por igual. La labor de los filósofos no es evitar que la gente se aleje del “amor por el saber”, sino recorrer con los discípulos esos caminos de los anteriores y en el mismo recorrido intentar generar los propios. En suma, los filósofos aprenden y enseñan, al mismo tiempo. La enseñanza de la filosofía no la da ningún experto en la materia, sino un experimentador que al recorrer de nuevo los senderos filosóficos, aprende algo más: domina el camino al tiempo que le sorprende. El filósofo es, por consiguiente, un ser dialéctico al menos por esto, a saber, por ser aprendiz y maestro a un mismo tiempo. De manera que la filosofía es maestra y compañera de vida, y no sólo un conjunto de conocimientos que se muestran en un salón de clases.

¿Qué enseña la filosofía? Enseña mucho. Tanto, que es imposible comprenderlo todo en una palabra, una línea, una frase, un párrafo, un artículo, una tesis, un libro o una biblioteca. Y lo que enseña no es lo mismo para todos, mas quienes han aprendido algo de ella, han quedado prendidos toda su vida. Quizá, lo que más o menos podría decirse que ha mostrado la filosofía desde su inicio en Grecia, es que los caminos del pensamiento no son unívocos ni cabales. El diálogo con el pasado, con los maestros de antaño, no ha terminado. La academia, aunque limita los temas que podría abarcar la filosofía, también permite conocer esa tradición que se ha mantenido hasta el presente. Y es que, aunque las necesidades del mundo contemporáneo se imponen cada vez más y con mayor presión, la filosofía, a pesar de las dificultades de las que ya se ha hablado, sigue viva y activa. El “amor por la sabiduría” no se aprende sólo por sus contenidos (de los cuales se encarga la academia en la medida de sus posibilidades), sino por la disposición a vivir pensando, cuestión vocacional que depende de cada quien. Los programas de estudio sólo son un apoyo para fomentar esa actitud. Por ello, es posible afirmar que las asignaturas no determinan cabalmente la manera de filosofar de quienes desean ser amantes del saber.

En conclusión, la enseñanza de la filosofía no es una cuestión que se reduzca al ámbito académico institucional, aunque tenga mucho que ver. Como se intentó señalar, lo que se aprende dentro de un salón de clases en alguna asignatura de filosofía no es toda ella, pues no cabe en ese pequeño espacio. Sin embargo, ayuda bastante a acercar a todos los estudiantes a esos caminos de los que se habló y que, en todo caso, son los métodos, teorías o ideas de los filósofos predecesores. Pero corresponde a quien está interesado por la filosofía ser constante, abierto, dispuesto a recorrer una y mil veces los senderos de la “ciencia primera” para lograr dejar su propio camino en ella. Así, la enseñanza de la filosofía es, al mismo tiempo, aprender de ella: se enseña lo que se conoce y se aprende que aún no se conoce todo. Y así, hasta que un día, sin previo aviso ni ubicación precisa ni tiempo acordado, emerja, como una chispa, eso que tanto se añora. Y una vez que esa ráfaga lumínica se haya ido, iniciar otra vez el quehacer propio de los filósofos para esperar que nuevamente, aparezca eso que tanto anhelan los filósofos. Por tanto, la filosofía es, también, un poco de esperanza. En todo caso, el amante del saber aguarda la espera de que se le aclare su propio camino, método o destino, o como se le quiera llamar. En fin, sólo queda reiterar que un filósofo enseña lo aprendido y aprende de lo enseñado.



[1] Platón. Carta VII 340 c-d.

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