Cuando nos perdimos



[…] Así, añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y rodeándose con las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada separados unos de otros. Y cada vez que moría una de las mitades y quedaba la otra, la que quedaba buscaba otra y se enlazaba con ella, ya tropezara con la mitad de una mujer entera, lo que ahora precisamente llamamos mujer, ya con la de un hombre, y así seguían muriendo.
Platón, Banquete 191a-b.

Y así comienza la historia del hombre, con una ruptura esencial, con una carencia natural que no es lo mismo que una falta radical. Lo que nos muestra Platón es al hombre es su más clara naturaleza: la siempre incompleta condición humana. El humano, una vez que ha sido partido por los dioses, busca consuelo, anhela el estado de perfección en el cual apareció; busca seccionado aquello que le falta. Se arrastra, se lamenta, se duele; el hombre abraza y pretende llenarse. Así ha vivido incesantemente, durante siglos, con la esperanza de ser perdonado algún día.

Pero los dioses se apiadan de este mortal y le retribuyen con un gran placer aquel dolor: le dan el amor. Durante siglos el amor guió; hubo una cierta fe que imprimió sentido a la vida humana. Desde Grecia hasta la Edad Media, el amor brindó la fuerza necesaria para superar el hueco que la soberbia primigenia dejó. La novedad fue, sin embargo, inesperada: el amor curaba un vacío, pero no lo llenaba cabalmente. El amor acentuó la tragedia humana que consiste en la imposibilidad de volver al estado originario, a pesar de acercarse tanto. El amor es la frontera que une y separa, que vincula y des-vincula, que duele y sana. El amor es dialéctico: nunca es todo y nunca es nada.

Llegó el tiempo en el que el hombre parece haberse resignado a su insuficiencia; dejó de tener fe y buscó la certeza: “Pienso, luego soy”, dice Descartes. Podría parafrasearse: “pienso, entonces estoy solo”. Soledad resignada que se vanagloria con la soledad completa. Desde entonces, el hombre se ha sentido orgulloso de ser cojo, manco y tuerto; en suma, se volvió un literal mediocre. Su mediocridad lo llevó a una nueva mutilación, mucho más moderna: decidió dejar su cuerpo y se redujo a su razón: así, por supuesto, los dioses se despreocuparon por un ser tan reducido, que ha olvidado el poder del amor que le permitía vivir con la esperanza de volver al paraíso perdido.

Eros grita con fuerza ante un ser doblemente mutilado, cuya incapacidad le ha hecho perderse y, con ello, ha olvidado la posibilidad de ser quien originalmente es. La certeza reduce: sólo somos razón. La fe amplía: creo en ti, en nosotros. Como piensa Hölderlin, “los dioses están allá arriba, sobre nuestras cabezas”, y por nuestra certeza nos es imposible verlos. De nuevo, hemos de volver a los griegos y gritar con el ateniense de las espaldas anchas que: “[…], a mi parecer, los hombres no se han percatado en absoluto del poder de Eros [Banq. 189c]”.

Comentarios

Lidia ha dicho que…
Extrañaré esos paseos por Coyoacan....
Carlos V. ha dicho que…
No hay nada que extrañar si el recuerdo está contigo.
Un abrazo.

Entradas populares